Mis pechos son redondos, recogidos, con pezones enormes y gruesos como aceitunas. Son tan tentadores que yo los veo y se me para el clítoris. Y no solo a mí como me percaté desde siempre. Son tan formidables que ni el brassiere mejor armado puede camuflar lo poderosos que son. Es más, los fastidiosos brassieres son el enemigo #1 de mis tetas. Los odia, los rechaza, los hace trizas. A mis tetas, como a mí, no les gusta estar aprisionadas. Una vez en una clase de religión (y no me pregunten cómo) se me salió una para afuera y la monja que daba la clase la vió, pasmada. Detuvo la clase y con crueldad empezó a llamarme una perdida, una perversa, una sucia depravada. Botó a todas del salón de clases y cerró la puerta, y cuando las dos nos quedamos solas se me acercó, me dió una bofetada, me arrancó el uniforme de encima y empezó a chupetearme la tetamenta con tanta concentración, destreza y santa sabiduría que sentí el deber de devolverle el favor. Las dos nos hicimos un millón de sagradas porquerías y tuvimos unos orgasmos tan alborotosos que la madre superiora bajó para averiguar lo que sucedia. Apartando furiosa la asustada muchedumbre arremolinada frente a la puerta cerrada del salón de clases, la madre superiora abrió la puerta y al ver nuestro lamentable estado de espatarramiento descarado cerró la puerta de golpe poniéndole el seguro, y profiriendo terroríficos insultos se nos acercó dando largas zancadas, parando en seco y callándose la boca, atónita ante el esplendoroso espectáculo de mis impresionantes tetas y mis estupendos pezones. La maestra monja, extenuada, los ojos vidriosos, extendió una mano y con el pulgar y el índice me apretó un pezón y con voz embriagada le dijo a la madre superiora, “¿Veldá que están bien lindos?”. La madre superiora perdió los estribos. Se desgarró los hábitos de encima y se tiró sobre nosotras como una clavadista olímpica. Afuera, el conserje abrió la puerta y las otras monjas, varios obispos que estaban de visita y tres cuartas partes de las estudiantas del colegio entraron al salón y el crical que se formó duró por tanto tiempo y fue tan escandalosamente descomunal que el Vaticano por poco excomulga a toda la isla. Yo salí con algunos rasguños, mucha experiencia y memorables recuerdos de aquella, la primera de mis orgías.
Mi clítoris, mi sublime y arrogante clítoris es audaz e insolente. Hace lo que le da la gana, pase lo que pase. Cuando algún o alguna amante no es particularmente proficiente en las mamadas de chocha, este navega como un pececito y se entrelaza con la lengua guiándola y retozando con ella, convenciendo a la persona de que es mejor en las artes del amor oral de lo que en realidad es. Pero si la persona es un o una genio, el pescadito se transforma en una anguila eléctrica que se enrosca en la lengua y juega con los labios enviando choques de placer que son iguales de placenteros tanto para ella o para él como para mí. Además de eso, mi clítoris es mi radar para captar el peligro y para decidir amantes. Cuando hay pelígro se encoge y se desaparece, a veces sin regresar por varias semanas. Cuando me embellaco al ver a alguien que me gusta, se pone en atención asomándose fuera de los labios de mi crico y empieza a repartir instrucciones: “Alerta, culo. Alerta, culo. Por ahí viene el macharrán narizón rubio. Repito: por ahí viene el macharrán narizón rubio. Proyéctate hacia afuera y suelta un peo silencioso #Z-43 y mantente en atención para nuevas intenciones”, “¡Alarma, tetas! ¡Alarma, tetas! A la tortillera bizca le falta un diente. Repito: a la tortillera bizca le falta un diente”, “Cuidado, feromonas. Cuidado, feromonas. Aguántense ahí y no sigan saliendo. Miren que estamos en una iglesia y la congregación se está poniendo histérica. Repito: la congregación se está poniendo histérica. Stand by para efectuar plan de escape. Cambio y fuera”.
Y mi culo... ¡Ay, mi culo! Es el más lindo del universo. Es curveado, pero no enorme. Sin defectos. Magnífico como el sol. Con el joyito profundo, rosadito y siempre bien limpiecito. Mi papito exclamaba: “Es indigno y muy hermoso”. Y mamita me decía, “Usalo bien, m'ijita; que no se te ponga apestoso”. Como saben, mis primitos se hacian tremendas y geniales puñetas. Mis primitas por mi culpa se volvieron cachaperas. Y mis tios y mis tias se excitaban a millón: a mis tias se les mojaba el panti, a mis tios, pobrecitos, les crecía el salchichón. Cuando me esnúo y veo en el espejo ese fabuloso cuerpazo de hembra bellaca que yo tengo me masturbo con delirio y tengo orgasmos felices. Pero es cuando me miro esa preciosidad de culo que yo tengo que me doy cuenta de los límites de mi felicidad sexual. ¿Por qué? Amo, adoro mi culo. No me canso de admirar su perfección y su belleza. Me encanta acariciar con languidez su raja, de meterme los dedos bien mojados dentro del roto, y de sacarme yo misma los mojones de adentro. Me deleita sentarme a cagar. Mientras más larga es la cagada y más duro y más grande es el mojón más gloriosos son mis orgasmos. Apenas puedo esperar a que me entren las ganas de cagar y de sentir mi propia mierda chicharme el culo mientras se desliza gritando para afuera. Es una sensación eléctrica. Como un terremoto que nunca parece acabar. Pero, ah, e aquí el enigma y mi maldición: que mi culo, a pesar de ser tan tierno y tan radiante, es misteriosamente mortal para los hombres y el macho que atreva a jenderme por ahí usando cualquiera de sus extremidades se lo lleva el diablo o se vuelve loco o se desintegra en el aire o se convierte en un animal con la cabeza de un lechón, el cuerpo de un perro sarnoso, la pinga de una lombriz, las patas de dos gallinas y la cola de una rumbera. Mi culo es tan letal como sietemilquinientas bombas termonucleares. Mi culo es un arma de destrucción masiva.
Es un secreto que llevo con cautela pero sin vergüenza porque yo no se que es eso de tener vergüenza. Me gusta ver las cosas por lo que son, no por lo que me digan o por lo que se “supone” que sean. Y me gusta el sexo. Siempre me gustó el sexo. Es rico, bien bellaco y bien hermoso. Antier, por ejempo, me vino a visitar uno de mis hermanos y nos chichamos. Nada muy serio. Primero, nos miramos mientras nos masturbábamos. Después, nos acariciamos, nos besamos y nos lamimos como perros. Luego, yo le chupé la pinga y él me mamó el bollo. Terminamos haciéndonos el 69 y nos vinimos a la misma vez: yo recibiendo dichosa su deliciosa leche en mi cara y él regocijándose de mi jubilante venida, picaramente succionando mis sabrosos jugos vaginales. Más tarde, en la ducha, nos orinamos encima y él, aún sediento, se bebió mi meada con muchas ganas, respeto y agradecimiento. Como dije: nada muy serio. Mi hermano y yo nos queremos, y en este mundo de mierda en donde nadie se quiere yo tengo derecho de aliviarlo a él y él tiene derecho de aliviarme a mí. Eso es amor. En comparación, el amor de una esposa, el de la puta esa que solo quiere botar nenes, comprarse trapos, untarse colorete, y engordar dentro de una cueva, no es nada más que un soberano fraude. Por eso es que nunca me he casado y por eso es que soy más puta que nadie. Porque me gusta chichal, ¿Okey?
***
Mi trabajo de partera a domicilio me paga bastante bien y no tengo problemas financieros pero, como suele suceder, no hay hora en que no se aparezca algún mamabicho que quiere coger a una de pendeja. Eso fue lo que pasó con Malango, mi casero, un sesentón flaco, feo y bigotón, que se presentó una tarde por la casa. Yo le abro el portón y él, apestando a ron, con su cara de buen canalla y con la boca llena de mierda, viene y me dice: “Vengo a decirte que te voy a aumentar la renta.”
“¿¡Otra vez!?”, le respondo. “Pero Malango, si hace como tres meses que me la subió y esta es la tercera vez desde que mudé aquí”.
Me dice: “No me queda más remedio. Tengo que hacerlo o, si no, lo pierdo todo”.
Le pregunto: “¿Cuánto?”.
“¿Ah?”.
“¿A cuánto me la va a subir?”.
Me mira largo y me dice: “A setecientos pesos”.
Me quedé estupefacta. Le miro la cara a ese viejo tramposo, carecrico y embustero por unos segundos. Me recupero. “¿Setecientos pesos al mes?”, le digo. “De trescientos cuando me mudé a cuatrocientos un par de meses despues, a cuatrocientos cincuenta hace tres meses atrás y ahora va a subirla a setecientos? Usté está loco, mistel.”
Cuando Malango oye la palabra “loco” se le cascaron los pocos sesos que le quedaban. Su sonrisa despiadada de mamaculo satisfecho se cerró en un roto maloliente de sarro verde y peos podríos.
“¿Yo? ¿Loco? Mira... ...pendejita... A mi nadie me habla de esa manera. Yo soy una persona digna, respetable y cristiana con “c” mayúscula. Y te voy a decir: a mi me importa un joyo e puelca ni lo linda que tú estás y ni de lo puta que tú eres, porque si, ya me han contado de ti y de que eres una asquerosa perra chingona, incestuosa y lesbiana. A mí lo que me importan son los chavos. ¡Los yankee dollars, ¿me entiendes?! ¡Y me los vas a dar ahora mismo o, si no, te pongo de patitas en la calle! ¡Ahora mismo!”.
Yo termino de escuchar su monserga y no le digo nada, pero lo miro y me percato que está a duras penas manteniendo la compostura para no convertise en un charco de meao y caca de lechón. Para empezar, yo estaba mapeando la casa cuando él llega ya entrao de tragos. Hacía un calor bestial y yo andaba descalza y con lo menos que pudiese llevar encima: pantis de algodón, un paño en la cabeza y una batola corta de algodón con el botón de arriba abierto y la espalda completamente al descubierto pues la cremallera estaba rota. Malango era alto y por la batola abierta podía ligarme desde mis tetas hasta el ombligo, la curva de mi fabulosa espalda, y mis pantis favoritos de conejitos sonrientes asomándose por todos lados. Eso, más la mezcolanza con el olor de mi salitrosa transpiración corriendo a chorros por mi suculento cuerpo, el tufo de mis ardientes axilas, el pungente aroma de mi siempre bellaco crico trabajando en overtime y el agridulce humentín emanando de mi candente culo sudao al parecer se le introdujo a Malango por dentro de sus feas y colniyúas narices, sin dudas provocándole un corto circuito cerebral. Sus ojos estaban cuajados de lágrimas y una tenebrosa erección se le alzaba dentro de sus pantalónes. Su amenaza de desahucio, sin embargo, fuese esta a pesar de o a causa de esto o aquello o de lo otro, era en serio y yo no quería quedarme sin techo.
“Okey”, le digo a Malango, suspirando resignada. “Entre para pagarle”.
Yo entro y Malango me sigue detrás y siento su fuerte aliento a alcohol calentando con su brisa mi exquisita espalda y sus ojos mirando hambrientos los conejitos de mis pantis. No hacemos mas que entrar a la casa y yo de cerrar la puerta que Malango me brinca encima como un perro rabioso. Yo me echo para el lado y él cae de cabeza sobre las losetas. Mientras se revuelca por el piso yo embalo a correr a buscar mi bate de beisbol para rajarle el craneo pelado ese, pero Malango se recupera con rapidez y se me va detrás esmandao, perseguiéndome por toda la casa. Yo le arrojo con todo lo que encuentro: lámparas, ceniceros, palanganas, vajilla, la tapa del inodoro, toda mi colección de dildos, pero Malango estaba poseído y las cosas le rebotaban de encima sin lastimarlo. Seguimos corriendo y me acorrala en una esquina de mi cuarto y con una sonrisa satánica se abre la brageta y saca para afuera la pinga más fea del planeta. Era larga, flaca, peluda, doblada y llena de venas pulsando histéricas de pura bellaquera vieja, su lívida cabeza acribillada de llagas escupiendo por la punta una espumilla amarillenta y maloliente. Yo pego un grito de horror y embalo a correr evadiendo sus garras de gárgola senil.
Llego hasta la sala y veo el mango del bate de beisbol medio escondido bajo el sofá. Me abalanzo sobre el bate, lo agarro, me incorporo y lo agito frente a Malango, quien se para en seco. Una vecina con rolos asoma su cara gorda por una ventana y Malango le lanza un alarido que no era humano. La vecina bota un chillido que tampoco era de humanos y se esfuma de la ventana. Malango se vuelve otra vez hacia a mí. Su aliento es ahora un rugido volcánico. Sus rojizos ojos diabólicos están encendidos en desbocada lujuria. Su grotesco bicho vomita gruesos pedazos de aquella aceitosa espuma en donde una gran burbuja empieza a formarse a la que yo miro alucinada. El tiempo se congela y nos quedamos suspendidos en éste por una corta eternidad, yo mirando la burbuja mientras esta crece y se expande cada vez más y más. La burbuja se detiene, hay una pausa interminable,... ...y revienta. El tiempo entra en marcha de nuevo y Malango empieza a marchar lentamente hacia mi. Dando batazos al aire me voy echando hacia atrás. Aún marchando, Malango mete la mano debajo de su pinga y jala fuera de sus ahora nauseabudos pantalones dos monstruosos güevones que suben y bajan como elevadores dentro de sus colgantes sacos. Yo trago saliva. Malango, aún sonriente, suelta una risita lunática. Grito a toda boca: “¡Auxilio! ¡Ayúdenme!”. Oigo el trancar de persianas y el cerrar de puertas en la distancia. Siento mi espalda llegar hasta la pared. Fué en ese momento que tomé la decisión.
***
No fue una decisión facil. Por un lado ustedes pensaran que, por lo puta y lo bellaca que he sido y sé que seguiré siendo, me merezco todo lo que me pase. ¡Si la vida fuese así de facil! Si así fuese, el juicio por cualquiera de nuestras acciones, no importan lo mínimas que sean, podrían en algun momento ser clasificadas como crimenes castigables solo con la muerte. Cosas estúpidas como hacerse una paja en el cementerio o escupir en los zapatos del secretario de estado o tirarse peos atómicos dentro del confesionario. La diferencia es en quién es el que enjuicia y quién es el que adjudica el derecho a enjuiciar. Y por qué. Y para qué. Y para el beneficio de quién. Yo, como persona responsable a la sociedad, tengo tambien mis límites. No jodo con los niños. Ni con los desamparados. Ni con negros feos que humildemente se arrepienten de ser tan feos y ser tan negros. Mi crimen principal, supongo, es que me gusta el sexo sin culpa ni complejos, algo de lo que absolutamente no me arrepiento puesto que yo no lo vivo como un crimen. Las relaciones sexuales que yo sostengo son entre mi y las personas que deséen gozar de ese talento peculiar que tengo para la bellaquera y la chingadera y la frotadera y la mamadera y la chupadera y la lambedera y las orinadas y las puñetas, y de reir exhaltada por el soberbio y estruendoso desencadenar de la leche corriendo en torrentes dentro de mi crico y por mis nalgas y por mis muslos y por mi cara y por mis tetas, y de gritar cosas como: “Métemelo duro Pedro carajo pendejo cabrón jiéndeme con ese pingaza brutal tuya y rájame sin piedad hasta el crico de mi corazón!”, o “¡Ave María, Vanessa, canto e puta maricona, ese culazo tuyo mi lengua se lo gozó y estos pezones míos te los chupasssste divino!”, o de espatarrarme sin pantis en la cama y, con mi frase transgresiva favorita suplicar, inocente: “¡Viólame, paaapiii!”. ¡Coññññó, cómo me gusta chichal!”.
Pero, bueno, por el otro lado me tienen que admitir que de sí existen los verdaderos cabrones: todos esos mamabichos e hijos de la granputa que se las ingenian para joderle la vida a los demas: los sadistas y los acomplejados, los moralistas y los hipócritas (que vienen siendo la misma cosa), los aprovechados y los mentirosos, los maricones y lesbianas de closet que odian a los maricones y lesbianas que no lo están, los envidiosos, los entrometidos, los destructores de relaciones, los violadores de niños y niñas o de cualquier persona, los extorsionadores, los abusadores, los fabricantes de infamias y los adoradores del dinero. Esto por supuesto no excluye a muchas mujeres que hacen fila e incluso superan a toda esa repugnante gentuza. Esos horribles seres son la verdadera basura. Todos esos y todas esas son la escoria de mi país.
Malango, mi casero, no creo que estaba estrictamente dentro de esos renglónes: él era solo un triste viejo envilecido y reprimido, trastornado por el dinero, engañado por una falsa moral y atormentado por la falta de buena chocha. Debe ser aterrador vivir dentro de esa olla de presión. Ahora la olla, muy a pesar mio pues soy en parte responsable, reventó en mil fragmentos desatando su locura, y fue ese enloquecer descontrolado que, tambien a mi pesar, me hizo tomar la decisión.
***
Suelto el bate de beisbol, con rapidez me doy vuelta y me subo la batola y me bajo los pantis y con las manos apoyadas en la pared proyecto mi culo para afuera. Volteo mi cara para ver. Malango titubea unos instantes hasta que ve esos tremendos fondillos mios, perfectos y sin mancillar apuntando hacia su pinga, y no perdió el tiempo el muy infeliz. Con las dos manos agarra su espeluznante maceta y la empieza a meter dentro de mi raja pero su puntería es mala y yo, harta de tolerar tanta infamia, le agarro su horroroso salchichón y apunto su vil cabeza directamente frente a mi preciado joyo. Aullando victorioso, Malango lo empuja para adentro con fuerza hasta que entra.
***
Entonces, sucedió...
***
El cielo se oscureció. Malango abrió la boca y lanzó un decrepito bramido de ancianito desgraciao. Rayos y centellas brotaron y entraron de su arrugado cuerpo. Sus cojones se empezaron a encoger. Los perros del vecindario comenzaron a ladrar. La tierra tembló y se abrieron grietas en las paredes. Llovieron sapos y culebras y candidatos a alcalde de Toa Baja. A Malango se le brotaron los ojos fuera de las órbitas, la nariz se le hinchó como una berenjena y la lengua se le desenrolló fuera de la boca como un rollo de papel de tóile. Un hilo de baba le empezó a chorrear de la punta de la lengua. Yo me eché a un lado para no embarrarme. Los pentecostales tocaron sus panderetas. Hubo tres eclipses lunares y cuatro solares. Las tapas de alcantarillas reventaron y de adentro saltaron ciempies, cocodrilos blancos y luciferes con cuernos y patas de cabro y pinguitas paraditas bien coloraditas. Malango empezó a levitar, mi joyo agarrandolo por el rabo, mi culo un nucleo de partículas subatomicas a punto de cerrarse en una temible reacción en cadena. Un famoso tele-evangelista se hizo una paja y se lo clavó un becerro. Arcángeles blandiendo espadas montados sobre chochos alados cortaban cabezas a diestra y siniestra. Un extraterreste que desde su nave vió lo que sucedía llamó a la estación central: “Oye Falú, bambalán, despierta. Doñita está formando otro arroz con culo en la bola e mielda esa. Avísale al cabo Pérez para que no apriete el botón. Repito: Dile a Pérez que no apriete el botón”. Mi culo se transformó en una supernova, tirándose un peo ultrasónico, y Malango salió disparado hacia arriba como el Apollo 13. Rebotó contra el techo y se puso a correr por las paredes. Mientras lo hacía, afuera todo regresaba a la normalidad, excepto por un cocodrilo blanco que estaba trepado en un poste de la luz tratando de comerse a uno de los candidatos a alcalde de Toa Baja. Malango, botando hilos de baba por su lengua desenrollada, con música de fondo de los muñequitos de la Warner Brothers, aún corría despavorido por las paredes y el techo de la casa. Se zumbó dentro del ropero y salió vestido con mi traje de batutera, cantando La Borinqueña y dándole vueltas con una mano a mi caña de pescar. Imitó a un yoyo que prende y apaga y dió vueltas como un trompo. Se comió el televisor y se cagó en el fregadero. Destrozó con la dentadura postiza todos los muebles de la casa. Y, finalmente, el muy irresponsable, evadiendo como mal macho la responsabilidad por sus acciones, escapó volando fuera de la casa.
***
Salí de mi escondite de detrás de la nevera y miré con tristeza el estropicio que dejó atrás ese sinvergüenza. Caminé hasta el portón de entrada y veo a Malango haciendo espirales en el aire, silbando como una bomba de juguete destapada. Se alejó escabullendose detrás de un monte. Me quité el paño de la cabeza. El cocodrilo blanco bajó relamiéndose del poste y se deslizó de vuelta en la alcantarilla. Al poco rato empezaron a salir los vecinos de sus casas. Muchos no se atrevieron a mirarme y de los pocos que osaron hacerlo lo hicieron con una mezcla de horror, asco y odio. En ese momento me doy cuenta de que es hora de largarme. De nuevo.
***
Recojo las posesiones que me quedan. Estas caben en una maleta maltrecha. Caminando por el pasillito, noto extrañada y recojo de entre los escombros una cartera gorda: la de Malango. La abro y está cargada de billetes: veinticuatromildoscientos dólares en billetes de cien y de quinientos. Salgo por la puerta y dejo las llaves pegadas en el portón. Entro a mi carrito, lo enciendo, lo echo a andar y en media hora estoy en la autopista hacia la capital. Lanzo un suspiro de alivio y sonrío pues iba a estar cerca de mis sexuales familiares y lindas amistades bellacas que de seguro iban a exclamar de puro gozo al verme de nuevo entre ellos y entre ellas para chichal, para mamal, para chupal, para orinarnos encima y lambernos las rajas de los fondillos como todas las sanas, buenas y normales personas que sin ambajes se aman y se respetan a sí mismas en nuestra desequilibrada y hermosa isla-mundo.
FIN DE ESTA AVENTURA
COPYRIGHT por Maximiliano Eugenio Bemba
Bueno. Esperon que disfruten este "blog" y que no se dejen achantar por los lunáticos sin sentido del humor. Arrecuérdense de que todo esto es sátira.
ResponderBorrarMEB(R)